Todo en la vida está en contínuo cambio y ésta es una de las pocas certezas que tenemos. Como dice el poema de Ángel Guinda, vivir es una eterna despedida.
Las personas desarrollamos una identidad a modo de ancla -forjada a través de múltiples pequeños momentos-, para tener donde agarrarnos en el enigma que habitamos.
Nuestra verdadera naturaleza, el cambio constante, nos asusta. Nos asusta no ser eso que nos contamos que somos.
Simplemente Ser como una acción en presente continuo. Vivir muriendo a cada segundo. Ser atravesada por la luz, por las partículas que flotan en el aire, por los alimentos ingeridos, por las lecturas, por las conversaciones… Ser escucha total. Ser río para dejar que el agua fluya nueva y fresca…
La mayoría de las culturas de la antigüedad integraron esta característica cambiante en sus tradiciones. Seguramente, ya que la vida era muy breve, tenían muy en cuenta los ciclos y las estaciones y trataban de aprovechar su limitado tiempo al máximo.
Los antiguos druidas y druidesas (amigos de los robles), estudiaban durante décadas la naturaleza y de ella es de donde obtenían la inspiración para sus investigaciones en diversos campos de conocimiento.
Un buen ejemplo de esta cultura es el calendario Celta donde se celebraba la llegada de cada estación, el momento de la siembra, la abundancia de la cosecha, y se agradecía a la Tierra por su enorme generosidad a través de ofrendas.
Esta semana he visitado un Calendario Celta en la ciudad de Huesca, formado por diferentes especies de árboles. El calendario se basa en los ciclos lunares, y a cada fase que dura aproximadamente 20 días, se le atribuye un árbol. Los principales son el olivo para el equinoccio de otoño, el roble para el equinoccio de primavera, el abedul para el solsticio de verano y el haya para el solsticio de invierno. El resto de árboles que conforman este calendario son: abeto, arce, álamo, avellano, carpe, castaño, cedro, ciprés, fresno, higuera, manzano, nogal, olmo, pino, sauce llorón, serbal y tilo.
Calendario Celta en Biescas, Huesca.
Dependiendo del momento del nacimiento, se atribuía al bebé el poder de la especie de árbol que marcaba el calendario en ese momento, y a lo largo de la vida se creaba un vínculo emocional entre humano y árbol. Los árboles eran sagrados, y cada especie era valorada por sus usos medicinales y su madera y carácter únicos. Cortar algunos árboles como el Aliso, era considerado un acto criminal.
Un vestigio de nuestro pasado ancestral nómada, es también el ritual celta de agradecimiento de los fuegos del hogar. Antiguamente se mantenía una llama siempre encendida en un edificio común para que cada núcleo familiar tuviera acceso y prendiera sus velas y candiles. El fuego como resguardo, faro en la oscuridad y protector frente al acecho de la noche.
Los druidas habitaban arboledas, usadas como universidades donde el aprendizaje se daba en relación con los seres vivos del bosque. Los artistas druidas plasmaban esta estrecha vinculación tallando formas de plantas, animales, insectos, peces, reptiles, aves, mamíferos y seres humanos.
Por supuesto, no todo en esta sociedad era ideal, ya que su excesiva creencia en las deidades y en las supersticiones rituales les hacían cometer actos terribles como sacrificios animales y humanos, y establecer castas nada horizontales. Caer en lo excesivo siempre da como resultado conductas insanas.
Considero que ser conscientes de la EFIMERIDAD y de la CICLICIDAD de la vida, así como AGRADECER a la Tierra por todo lo que nos ofrece son signos claros de una sociedad cercana a su verdadera esencia.
¿Podremos la sociedad contemporánea rescatar lo indispensable de estas tradiciones y aplicarlo frente a los retos que tenemos por delante?.
Comentários